miércoles, 20 de marzo de 2013

Al Toque Cardal

Todo empezó hace muchos meses cuando un vecino al que apenas conocía me invitó a participar. Para que dejara de insistir argumentando mil razones poderosas le dije que sí, que iría esa tarde por allí, que me acercaría a investigar cómo pintaba la cosa, pero en el fondo yo no estaba segura de querer hacerlo. Mi estado de ánimo no era el mejor para afrontar una actividad que me obligaría a interactuar con extraños y a aprender cosas nuevas. Pero me gustan las casualidades, las cosas que me pasan sin una razón aparente y suelo aceptar los desafíos. Así que fui, convencida de que no me iba a gustar.

Cuando llegué había mucha gente. No conocía a nadie. Alguien se acercó, me dio la bienvenida y me presentó a otras personas. No tuve otra opción que quedarme. Ya no quise irme más. La camaradería y la buena onda fueron siempre la característica del grupo. Desde la alegría de los asados hasta las cervezas heladas del Rápido Sport después del toque. Allí me sentía bien. Nunca me importó el frío de las noches de julio ni el calor de las tardes de diciembre, ni el cansancio ni el dolor en las manos y en las piernas. Valía la pena. Y hoy había llegado el día en que todo eso iba a cobrar un sentido único, irrepetible.
La noche anterior quise acostarme temprano. Fue imposible. La ansiedad que corroía mi alma y la de mis amigos nos impedía hablar de otra cosa y, menos aún, dormir. El sueño nos venció tarde y cada uno pasó la noche como pudo. La mía fue llena de sobresaltos y vacía del imprescindible descanso. Estaba amaneciendo cuando me levanté. Me comí una banana mientras preparaba el mate. Marita me había dicho que una banana o dos por día evitaba los calambres y en los últimos siete días seguí el consejo con una minuciosidad casi científica. Estaba segura de haber combatido el riesgo de que mis músculos, poco acostumbrados a la exigencia física, se resintieran. No quería dejar nada librado al azar. No en este día tan especial. Intenté mantener cierta rutina leyendo los diarios por internet, oyendo la radio y contestando algunos correos mientras apuraba el reloj.  La cita era a las cinco de la tarde, pero el tiempo no pasaba.
Crucé al kiosco cerca del mediodía y me encontré con dos compañeros para los que tampoco pasaban las horas. Charlamos un rato y volví a casa, almorcé, dormí una siesta, me duché, controlé por enésima vez las cosas dentro de la mochila y salí.
El club estaba lleno de gente, de color, de alegría, de entusiasmo. Se oían risas y voces altas. Las chicas estaban terminando de maquillarse y ya iban a empezar con nosotros así que me puse en la fila para terminar pronto con ese trámite. La sensación de que cuanto antes hiciera las cosas antes iba a llegar la hora de salir me llevaba a hacer todo temprano. Fui al baño a mirarme en el espejo y al verme la cara pintada me emocioné, me sentí especial, me sentí parte de la cultura de mi ciudad. Me puse los pantaloncitos negros, las medias negras, las cintas blancas y las alpargatas. Me probé el dominó y el gorro y fui, por enésima vez, a ver si mi tambor estaba bien. Controlé los flejes, la lonja, miré si estaban bien las duelas. Me lo colgué y lo hice sonar, suavecito, al toque cardal, para oírlo solo yo en aquel gimnasio lleno de gente alegre y colorida, lleno de tambores, de banderas, de bailarinas y mamaviejas. El tiempo pasaba lento y lo llenábamos sacándonos fotos, charlando, riendo, compartiendo la ansiedad y la esperanza. Alguien gritó que el camión estaba en la puerta y hacia allí fuimos llevando con cuidado el objeto más precioso que teníamos, el irremplazable, el tambor. Cuando íbamos hacia los ómnibus el Beto nos gritó que controláramos que cada uno llevaba su tahalí y sus palos.
Llegamos al Barrio Sur y todo era fiesta y gente divirtiéndose. Hacía calor en Montevideo. Prendimos el fuego y pusimos los tambores alrededor. Todo un rito maravilloso y primitivo para conjurar ansiedades y subir las lonjas. Los de más experiencia nos aconsejaban hasta dónde  subirlas.
 “Es una hora al mango”, decían. “La lonja tiene que aguantar porque no podés parar a calentarla.”  
Llegó el momento de pasar al callejón y formarnos. “Salimos después de esa”, gritó el Beto y mi corazón se aceleró. Fui hasta donde estaban Leo y Zal, nos dimos un abrazo y  nos deseamos suerte. “¡A gozar!” era la consigna.  Volví a mi sitio, me arreglé el tahalí, tanteé por encima del dominó y sentí el otro palo en el bolsillo. Acomodé mi gorro, respiré hondo. La clave empezó a sonar.
Tac-tac-tac… Tac-tac.
Y allí empecé a entender, en una fracción de segundo, cuando vi el cartel indicador de la calle Isla de Flores, que estaba en el desfile más importante del mundo.







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